HORARIO: Martes a viernes 2 a 7pm // sábado 10am a 6pm

Jorge se bajó de la cicla en la entrada Cundinamarca del Museo de Antioquia. Me saludó tímidamente con una sonrisa muy delgada y mirando detrás de mi cabeza. Caminábamos en dirección a su taller y de cuando en cuando, entre uno que otro paso respondía monosilábicamente alguna de mis preguntas, lanzando adjetivos dispersos sobre el centro: mágico, gris, abarrotado, turbulento.

 

Llegamos a la carrera Cúcuta con la Paz y al doblar la esquina, ingresamos a otra dimensión, la carrera misma se desplegó tres veces más. Se presentó en movimientos rápidos y confusos la real realidad no vista ni por el papa, ni por el presidente, ni por los gringos que suben y bajan la 10 todo el día y toda la noche, también. Se presentó EL CENTRO y su legión de protagonistas. El pavimento se extendió de repente hasta el cielo, ya también gris, empolvado y húmedo.

De pronto, un circuito de intimidades expuestas sobre el asfalto: juegos, apuestas, pipas, tragos, besos, tetas, cicatrices, mierda, peleas, trueques, perros y jeringas al interior de las construcciones en colcha, lata y cartón que dinamizaban el trayecto por ese escenario ataviado de olores. Jorge Alonso: el pintor de Barbacoas, el retratista de la calle y de las putas, se paró, muy de repente, en frente de una vieja bodega. Jugando con las llaves en sus manos, miró, una vez más, detrás de mi cabeza y me indicó que habíamos llegado. Nos agachamos y encorvados atravesamos primero el habitáculo que pendía de la entrada de esa bodega más gris y más oscura que el cielo. Le pedimos entrada a una mujer que amablemente nos saludó, mientras recogía una pipa, unos cojines, y una bolsa plástica blanca en la que guardaba arroz cocido. Le preguntó al pintor cómo le parecía que había quedado (la casa), y él, con su sonrisa muy delgada, asentó con la cabeza (muy bonita, querida).

Entramos, nos erguimos mientras la puerta metálica de la bodega nos separaba de la calle, Jorge encendió cinco cuadros de luz en los que proyectaba una serie de radiografías de pulmones con cáncer. Me pidió que me movilizara al lado opuesto, atravesando la sala, procurando no quitar la vista de los cuadros azules de luz. Al moverme comenzaron a aparecer trazos, que se conectaban unos con otros, y que dejaban entre ver EL CENTRO (en mayúsculas), tallado en el acetato y la perfecta configuración de cuerpos grises emergiendo del mismo asfalto, los mismos cuerpos grises que estaban al otro lado de la puerta metálica.

 

Jorge Alonso se levanta tempranísimo (cada día), se moviliza en cicla (casi siempre), camina por Barbacoas (por allá lo conocen como el pintor). Dibuja calles, carros, relojes, postes, gamines y putas. Disloca la densidad de los grises del CENTRO a través de un estallido potente de pinceladas de acrílicos de colores, que cargan el vacío del lienzo de historias que suceden al unísono en los bajos de la ciudad.

Me invita a subir por unas escaleras angostas a la segunda planta de su taller; una vieja bodega de tres niveles que hasta hace unos años funcionaba como litografía. Al subir, un espectáculo de luces fluorescentes me recibe. Me siento en una silla de sala de cine, y empiezo a ver cómo las luces juegan con las formas de los cuadros que rodean el salón; árboles, musgos, cielos, cuerpos, puntitos de colores, nubes, montañas y hojas. En ese espacio no hay concreto, ni calles, ni carros, ni relojes, ni botellas, ni bazuco.

Sin embargo, de cuando en cuando los sonidos de la ciudad se filtran en ese pequeño baile de colores y cielos abiertos. Golpes sobre el metal, uno que otro ¡Gonorrea!, el sonido eléctrico de un soldador, risas (gigantes), silbidos, frenadas en seco.

-Jorge, ¿Por qué EL CENTRO?

-Yo pinto lo que veo. Cuando viví en el campo pintaba árboles. Llegué a Medellín y comencé a pintar esto. Estas vidas.

 

El pintor vivió sus primeros años en el campo, en San Vicente, Antioquia. Eso hace más de 30 años, cuando todavía no había luz eléctrica y el día terminaba a las 5 p.m., reunidos alrededor del fogón. De ese tiempo, recuerda los paseos a caballo, arriar vacas y recoger guayabas.

En el 89 comenzó a trabajar con el CTI. Que resultó ser, dos años después, el detonante de su interés por EL CENTRO, el mismo que hoy retrata en sus cuadros, llenísimo de situaciones: la tomba, las peleas de calle, una esquina, un travesti…

 

-¿Cómo llegaste a la Fiscalía?

– Por pura curiosidad. Entré a la Fiscalía por un abogado que me dijo: “Ve, vos por qué no te presentás que vos pasás.” Entonces fui, y eso fue de una que entré a trabajar ahí. Me preguntaron que, si yo podía hacer un retrato hablado, entonces dije que sí. Ahí entré.

-¿Entonces comenzaste haciendo retratos hablados?

-Comencé haciendo unas maquetas, luego haciendo levantamientos. Había unos días de disponibilidad entonces lo ponían a uno a hacer cualquier cosa: labores de seguimiento, fotografía, seguir a gente sospechosa, incautar droga, pesarla. A veces sí hacía retratos hablados, por lo que estudiaba Diseño en la UPB y sabía dibujar.

-¿Fue aquí donde te acercaste a lo que hoy retratas en tus obras?

-Sí, ese fue el detonante. Me urgía hacer catarsis. Estuvimos mucho tiempo encerrados porque estábamos amenazados por pertenecer al CTI. Durante esos encierros comencé a pintar lo que veía.

-¿Existe alguna escena que te haya marcado y hayas pintado?

-Sí, muchas. Hice un cuadro, que es una escena de la época de la violencia en la Sierra. Todos los días había muertos por allá. Un día llegamos a la Sierra a las 3 o 4 de la mañana, y vimos los combos, ellos no se metían con nosotros porque también éramos muchos y teníamos fusiles. Estábamos acompañados por el ejército y la policía. Éramos una caravana de gente allá. Tocaba caminar en medio de la oscuridad porque no había luz en esa parte de la montaña. Encontramos el plástico, los palitos, el papá, el perro y al man que habían matado ahí.

 

Jorge ha sido un observador apasionado por retratar las variopintas dinámicas de Medellín.  Su obra toda siempre está abarrotada de movimiento, de gente y de colores: EL CENTRO nunca está vacío. Su experiencia en el CTI le permitió conectar con esa otra realidad y él la retrata sin juicio alguno, exalta como potencia la diversidad de los seres y situaciones que la habitan y la convierten en un organismo vivo pulsante.

 

-¿Cómo permeó tu trabajo el relacionamiento tan directo con la muerte?

-El trabajo con la muerte me hizo ser más consciente de ella

-¿Cómo?

-Uno es consciente de las otras formas de la realidad y de ver el poco valor de las cosas. La gente dice: “esto es mío” y pelea con la familia, con los vecinos. Pero finalmente vos te morís y ahí perdés todo, ya no quedás con nada. Es una verdad que tenemos que afrontar, la muerte es como un amigo que siempre está ahí y uno se relaja y llega el momento.

 

El pintor narra sin filtros la realidad, está convencido de que no hay una sola realidad, de que ella misma tiene muchas formas fascinantes y fluctuantes, y que no precisamente, lo fascinante de ella está ligado directamente a la belleza. Sus cuadros develan todo el tiempo esa relación tensa entre la vida y la muerte, esa misma que se ha mantenido en la calles de esta ciudad, como un fantasma que nunca se fue.

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